Existe una falsa creencia según la cual los saharauis
están divididos en dos bandos irreconciliables: entre pro
y anti marroquíes. Este credo, fruto del desconocimiento
de la realidad sociopolítica del Sáhara Occidental, pero
también de un cierto reclamo político por parte de un
grupo de saharauis en busca de protagonismo, ha sido
recientemente recogido por el catedrático de la
Universidad Autónoma de Madrid, Bernabé López García, en
un artículo de prensa titulado: «Nuestros saharauis y los
otros».
La idea defendida por López García, que es
bastante cercana a una tesis de moda en Marruecos, asegura
que la sociedad española ha apoyado incondicionalmente
durante décadas a los refugiados saharauis de los
campamentos de Tinduf, ignorando al grueso de la población
saharaui que sigue residiendo en la antigua colonia
española y que no es propensa a lanzarse en aventuras
independentistas. Para decirlo claramente, como subraya el
catedrático, ¿por qué continuar haciendo del polisario el
«único y legítimo representante» de los saharauis cuando
existen otras voces?
Es difícil replicar sin vacilaciones a
Bernabé López García, que fue nuestro mentor en temas
relacionados con el Sáhara cuando, a finales de los años
90, un grupo de jóvenes periodistas marroquíes
intentábamos abordar sin prejuicios ni tabúes este
sensible conflicto. Pero hay que hacerlo, en nombre del
libre debate democrático; y, desgraciadamente, no desde
Marruecos, donde es casi imposible evocar el tema sin
tener que envolverse en la bandera nacional, sino desde
una publicación española.
Hay que decir, en primer lugar, que nuestro
eminente y estimado catedrático tiene toda la razón cuando
asegura que no todos los saharauis consideran al Frente
Polisario como su legítimo apoderado. El tribalismo (una
palabra proscrita por decreto en el mundo polisario) y el
recelo de una parte de la población saharaui hacia la
tribu de los Erguibat que controla los principales puestos
de mando del movimiento independentista, tienen algo que
ver. Pero la reflexión de Bernabé López no va más allá de
una mera constatación, y no explicita su tesis. Hubiera
sido interesante, por ejemplo, que el estudioso madrileño
nos dijera quiénes son esos otros representantes legítimos
de los saharauis y dónde reside, justamente, su
representatividad.
Hubiera sido, además, instructivo saber un
poco más sobre esa mítica masa saharaui pro marroquí que,
según Rabat, está convencida de que el conflicto es
superficial y de que es obra de unos cuantos mercenarios
pagados por Argelia. No hace falta añadir que, si todo
esto fuera cierto, los amigos y turiferarios de Marruecos
(que los hay también en España) deberían animar a las
autoridades de mi país a organizar rápidamente, bajo la
supervisión de la ONU, un referéndum de autodeterminación
para que nuestros saharauis puedan proclamar al mundo que
nos quieren, que hacen suya nuestra bandera, y que están
orgullosos de nuestro glorioso Ejército y temerosos de la
perdida del más mínimo grano de arena de nuestro querido
desierto.
Pero los marroquíes que queremos a nuestro
país desde una pasión diferente al nacionalismo patriotero
fomentado por el Ministerio de Interior sabemos que la
realidad no se encuentra en los informativos de
televisión, ni en las falacias publicadas por nuestra
prensa desde hace más de 30 años. Si pasamos por alto a
una cierta clase dirigente saharaui que se puede tachar de
giratoria, ya que se acomodaría con cualquier poder, y si
hacemos poco caso de los antiguos polisarios recuperados
por Marruecos, y que se han convertido oportuna y
ruidosamente en azote de sus ex compañeros de lucha, hay
que ser ciego para no darse cuenta de que si no todos los
saharauis son forzosamente pro Polisario, lo que es
evidente es que son antimarroquíes e independentistas.
Y aunque seguramente no tienen una idea
clara de lo quieren, ven su futuro sin Marruecos, ya que
30 años de represión y de negación de la existencia de un
pueblo y de una cultura saharauis han producido
exactamente lo contrario. Hoy, cuando se visita el Sáhara,
nos topamos con dos tipos de habitantes. El primero ha
conocido la colonización española y se acomoda
prudentemente con la presencia marroquí, por oportunismo
político o económico. Y el segundo es el joven rebelde,
nacido en el seno de la madre patria marroquí, y cuya
identidad nacionalista se ha forjado en las salas de
tortura de las comisarías. Si la edad y la mentalidad
separa a estos dos tipos de saharauis, su antimarroquismo
y su obstinada convicción en tener un futuro sin nosotros
-aunque no sea bajo la bota del Polisario-, los une
irremediablemente. Y a nada sirve creer que haciendo actos
de contrición o jurando que el plan de autonomía traerá en
sus maletas jugosos regalos va a cambiar algo en esas
mentalidades. En el desierto, tanto los rencores como los
reconocimientos son valores seguros.
Durante un reciente periplo por el Sáhara,
fui accidentalmente presentado a un grupo de saharauis
supuestamente pro marroquíes. Un próspero y viejo jeque de
tribu -que esa misma mañana berreaba con ferocidad en la
pista de aterrizaje del aeropuerto de El Aaiún los
obligados Aacha el malik (¡Viva el rey!) y se impacientaba
por besar la mano del soberano en visita oficial en la
zona-, me bombardeó durante una hora con un discurso
independentista no muy diferente al del Polisario, y al
límite de la xenofobia. Su vecino, un ex oficial saharaui
del Ejército marroquí, animaba a su hijo, independentista,
a perseverar en «sus acciones», porque eso permitía a la
familia beneficiarse por parte del Estado de un bienestar
desconocido en Marruecos por su fingido apego a las tesis
unionistas.
«Lo que se dice fuera, no es lo que se
piensa dentro», dejó caer con una sonrisa el hijo del
militar. Esta escena, desconocida e incongruente para el
marroquí medio, es la evidencia de que tanto Hasán II como
Mohamed VI han fracasado en su política de
marroquinización de las mentes y corazones saharauis,
bastón para los enardecidos y generosas prebendas para los
supuestos convencidos. Si no podemos contar con los que se
benefician de nuestra presencia en el Sáhara y se nutren
de nuestros obligados sacrificios, ¿qué hay que esperar
del resto de la población?
Y por una vez, las autoridades marroquíes
conocen esta realidad. Por eso se aferran a su negativa de
no permitir un referéndum de autodeterminación que les
daría un mortal sobresalto; y no tienen la intención de
confiar la llave del conflicto a los saharauis, aunque
sean los nuestros. Prueba de ello es cómo se elaboró el
plan de autonomía que Marruecos va a presentar
próximamente a Naciones Unidas. Oficialmente, fueron todos
los miembros del CORCAS (Consejo Real Consultivo para los
Asuntos del Sahara) los que pensaron y confeccionaron el
texto. Oficiosamente, sólo un reducido grupo comandado por
el presidente del CORCAS, Jali Henna Uld Rachid, y
custodiado por un grupo de expertos españoles y franceses
(para que no vayan lejos), elaboró un texto que fue varias
veces rechazado por el Ministerio del Interior.
Esto debería hacernos reflexionar sobre
nuestra presencia en el Sáhara y sobre lo que tendríamos
que ofrecer a los saharauis para que soporten vivir -si
España y la comunidad internacional los abandona- bajo
nuestra sombrilla. Si estuviéramos realmente en un país en
transición democrática, como cantan los Chirac, Zapatero y
Bush (por una vez de acuerdo), deberíamos abrir un debate
nacional sobre el conflicto, permitiendo a quien quiera
expresar sus ideas exponer sus propuestas y, ¿por qué no?,
su malestar.
Seguramente nos enfadaríamos unos con
otros, pero algo saldría de ese arduo e inédito debate.
Por ejemplo, proponerles una autonomía a la española
dentro de un país regido por una democracia no adulterada,
o, si los saharauis no están convencidos de nuestras
intenciones, permitirles que acudan al inevitable
referéndum.
Pero vivimos en un país donde la Monarquía
se ha apropiado de la gestión del conflicto, lo ha
amarrado a su trono y ha amenazado a la nación de un
homérico diluvio si por desgracia se perdiera el Sáhara.
Un país donde el régimen impone el silencio a los
disidentes, enjuicia a los malos pensadores, considerados
«traidores» a la patria y al consenso nacional, e instaura
como verdad absoluta el pensamiento único en todo lo
referente a la integridad territorial.
Hoy en día, nadie en Marruecos puede
atreverse, no a cuestionar que es mucho, sino a
reflexionar sin restricciones sobre un conflicto que ha
empobrecido económicamente a los marroquíes, frenado su
desarrollo y desactivado para mucho tiempo los partidos
políticos, convertidos en altavoces y portavoces del
régimen, en guardianes del dogma oficial. El progresista
marroquí que entiende y apoya la legítima reivindicación
de los palestinos para tener un Estado se convierte en un
intolerante incapaz de abrir un debate argumentado con un
independentista sobre esta cuestión. Como si los
principios y los preceptos universales que nos sirven para
defender causas ajenas no tuvieran la misma validez moral
cuando se trata de aplicarlos en nuestra propia casa.